Por: Juliana Zarate / Collage: Laura Steiner.
En el bus de kinder, mi amigo Abraham me enseñó a comer flores. Le dijeron raro. Lo que los demás no sabían es que Abraham era un avanzado, ya se había dado cuenta de que era rarísimo eso de no comerse lo que a uno lo rodea.
Crecí en provincia, conocí la iguaraya, me atoré con mamoncillos, bajé fruta del “palo de tamarindo” y vi descolgar una guanábana. Colombia es un país de frutos fabulosos, de plátanos que recitan nuestra historia, de ñame morado, de arroces perdidos en la selva chocoana y de cerezas silvestres de tierra Wayúu. La aparente abundancia de nuestros supermercados esconde nuestra realidad: estamos lejos de nuestro alimento, no nos comemos lo que nos rodea. Nuestra mega diversidad aún no ha llegado a nuestra mesa.
¿QUÉ ES LA ABUNDANCIA?
NUESTRO DERECHO A REIVINDICAR NUESTRA RIQUEZA.
A RECONOCER NUESTRO TERRITORIO.
A ACERCARNOS AL OTRO.
A REIVINDICAR NUESTRA DIVERSIDAD.
A CONOCER NUESTRA SELVA.
Este año vi por primera vez un bananito rosado, cociné demasiada arracacha, probé marañón del Guaviare, uva caimarona, harina de chontaduro, mambe sagrado, conocí la piangua. Aunque en Colombia cultivamos suficiente alimento, la mayoría no puede ser llevado al mercado, se pudre. Hoy, de lo que se cultiva, desperdiciamos seis millones de toneladas de frutas y verduras. Eso, sin contar “lo que se cae” en territorio silvestre. En Tumaco hay coco atorado, en la zona de la sierra hay tanto mango que se inventaron el Mangojam, pa vé qué hacían con tanta riqueza, y mientras tanto, según el último censo nutricional, el 71,9% de nosotros no come ni frutas ni verduras.
No sabemos qué hacer con tanto.
Esta edición no es más que nuestra exploración. Una exploración, a través de la alimentación, alrededor de la nostalgia, las ridiculeces y las posibilidades que produce reconstruirnos como un país abundante. Un intento por comprender, de la mano de las personas con las que trabajamos día a día por posibilitar una alimentación más diversa, en medio del olvido del sur y el dolor del pacífico, a través de tanto amor, tanto bunde y tanta abundancia.
Parafraseando a Archi, nuestro maverick de las redes, en Nariño y en el Bajo Baudó, como lo hemos hecho en los demás territorios que visitamos, hemos podido evidenciar que cuando la guerra se durmió un poquito y por fin lo permitió, personas olvidadas en la profundidad de nuestra tierra, quienes por muchos años sólo vieron producir sangre, se han reunido para ofrecer productos distintos y sacados directamente de sus tierras. Gente lista para colaborar hacia una soberanía alimentaria real, limpia, productiva. Hacia una forma de entendernos en la riqueza, protegiéndonos los unos a los otros y a nuestros mares, nuestras tierras y nuestras selvas. Para tener todos de qué comer.
Muy emocionados viajamos con ellos, cosechando, arreglando productos, reconociendo nuestra biodiversidad y transportando cargas por ríos y esteros, a través del mangle, cargando cuando hay que cargar, porque no hay vías, porque falta el aire y porque, juemadre, ¿que tal si no cargamos nosotros, cuando ellos se lo han cargado todo? Nuestra responsabilidad es comprarles.
Y de paso sentarnos a la mesa. A entender que, antes que nada, este ejercicio es un ejercicio de acercarnos, nosotros a ellos, ellos a nuestras vidas y a las de todos.