Notas al borde del continente

Notas al borde del continente

Fotos y texto: Aurora Solá

I. Bogotá, 24 de febrero

BOG Salimos temprano de una Bogotá sin amanecer.
CLO Cambiamos de avión en Cali; el cielo aún está tapado.
GTI Sobrevolando Guapi, vemos por fin la luz, escurriéndose entre manchas de nube y selva.

1 pm Nueve horas después de despegar en la capital, aterrizamos en la costa Pacífica. El mundo es viejo, pero el día está joven. Aún nos faltan varios medios de transporte antes de que anochezca. El avión que nos ha dejado en Guapi no puede medir más de 20 metros de morro a cola, de punta a punta (como nos comeremos el pescado).

El tuk-tuk que nos saca del aeropuerto tiene apenas un metro de ancho, pero le caben cuatro pasajeros con sus maletas. Dejamos las maletas en el hotel, que está a cinco minutos del mar (a pie) y a un día de Bogotá (en avión, a tres cordilleras). Salimos caminando hacia el embarcadero. Nuestras camisetas dicen Mucho, Mucho, Mucho, Mucho y al caminar los guapireños nos gritan “¡Mucho gusto!”

“En diciembre esto era un porrinche serio.”

“Con este fogaje que está haciendo ahorita no dan ganas de andar.”

El embarcadero de Guapi es un rimero de plátanos y lanchas. En el calor del mediodía se pescan brisas, restos de empaques de plástico y—río arriba—piangua. Hacia allá vamos.

Plinio, el lanchero, nos saca por el Río Guajuí con un motor de 15 caballos. En una hora llegamos a una colección de casas a orillas del agua como tantas otras que hemos pasado. Estamos en Quiroga, una comunidad de 219 familias que en línea recta queda a menos de diez kilómetros de Guapi. La geografía aquí se mide en curvas.

En los colinos de Quiroga se produce coco—coco chico, coco grande, coco manila, coco cartagenero—, papachina, plátano, yuca, maíz, pollo, huevos y el quemaíto que queda cuando se hace el aceite de coco, el requesón.

Los manglares que enmarcan los ríos incuban la piangua, la sangara (una especie de piangua grande) y el caracol piacuil. Las mujeres salen a pianguar en potrillo, una canoa angosta de madera que impulsan con un remo en forma de pez al que le dicen canalete. El mismo trayecto que hemos hecho desde Guapi en una hora les puede tomar cuatro horas a punta de canalete. Hay que salir a las dos de la mañana para llegar a tiempo al mercado.

Un conjunto de mujeres en Quiroga han formado una organización que se llama Construyendo Sueños. Concretamente, están construyendo un centro de acopio para procesar los frutos del manglar y otro centro turístico donde los visitantes podrán tender una hamaca y sentir por unos días lo que es levantarse con el olor del río y las aves del manglar. Pero estas instalaciones aún no están listas; lo que hay es una estructura de pilostres, ya que el día del ebanista cuesta $120.000 pesos más el almuerzo. Hay que vender más piangua.

La piangua es un molusco de concha muy gruesa con ranuras radiales que se encuentran en la zona de la bisagra formando un pico que parece el de un águila. Nos sirven la carne de piangua en un delicioso sudao sazonado con hierbas de azotea.

Mientras se discuten estrategias de venta con Esneda, capitana natural de este grupo de mujeres emprendedoras, Aira y Feliza se escapan con nosotras en potrillo para enseñarnos la letra de una copla de remo:

A cómo venden la piangua
Hermanita yo no sé
Unos la venden a cuatro
Otros la venden a tres

Esa noche en Guapi nos enteramos de que aquí, en la costa Pacífica de Colombia, se tiene la cura del COVID. La planta se llama matarratón, aunque también le dicen madre del cacao y su nombre científico es Gliricidia sepium.

Receta para curarse con matarratón:
“Se machaca con agua y limón y se serena. A la mañana te tomas el agüita y te acuestas sobre una cama de hojas de matarratón. También te puedes tomar un té de eucalipto con jengibre, limón y panela. Y a sudar. Aquí a casi todo el mundo le dio.”

Esto nos lo cuentan mientras chupamos un Guapi Libre y miramos la noche. Entre las dos riberas del río se ven varias embarcaciones, balsas, iluminadas con luces eléctricas. “Todo lo que usted ve ahí son ventas de gasolina flotantes. Viene de Buenaventura,” nos dice Waldetrudis, nuestra anfitriona guapireña. Y por los parlantes suena música de marimba. 

II. Guapi, 25 de febrero

Aquí los ríos son las avenidas. Todo llega y todo corre por el río. Los vecinos curiosos se posan en sus ventanas de cara al río y así cosechan chismes, percatándose de todos los ires y venires del municipio.

Pero por lo menos en Guapi también hay calles. Por una de ellas pasa un tractor John Deere arrastrando un remolque lleno de soldados del ejército nacional que le silban a las jovencitas.

En otra hay un revuelo por un juego de azar con apuestas, una especie de ruleta que se juega en un tablero de metro y medio por dos pintado cuidadosamente en azul y naranja por el que vuelan billetes y fichas. La suerte la dan dos dados dodecaedros del tamaño de bolas de billar. Alrededor del tablero se han congregado una docena de jugadores y otros tantos mirones.

Junto a este casino callejero se ve llegar un cargamento de hielo para el mercado de Guapi. Un joven con polo rosado y machitas arrastra los bloques de cien kilos cubiertos de costales por el suelo de hormigón.

Sentadas en todo orden de taburetes, las vendedoras de pescado despedazan el hielo para llenar sus recipientes. Elevan sus cuchillos y los dejan caer; las escamas salen disparadas; uno empieza a entender cómo fue que las poissardes pusieron a temblar a Luis XVI en la antesala de la revolución. El pescado se conserva sobre el hielo, desafiando el calor del Pacífico.

Gualajo, bagre, corrina, ñato (“así se le dicen po’que no tiene nariz”), canchimala, pargo, mulatillo, machetajo, sierra—estos son los pescados del mercado de Guapi, y otros tantos más. 

Ya es hora de irse. El embarcadero queda junto al mercado, que queda junto al azar, que queda junto al bar, que queda junto al río. Nos montamos en una lancha con dos motores de 200 caballos para subir a Timbiquí.

Timbiquí está a cuatro caños de Guapi y a infinito número de esteros. El territorio anfibio entre las dos cabeceras municipales está poblado por manglares altos y bajos, islas que parecen hechas de coco y por ratos extensiones de mar abierto. Rebotamos sobre los austeros bancos de la lancha rápida. El agua nos salpica los flancos. En cierto momento esquivamos un banco de arena que, oculto por la marea, parece más bien un monstruo de mar. Pero antes de que anochezca llegamos por fin a Timbiquí, ese lugar que produce un camarón de río que se llama minchiá y una música hecha con marimba de palma chonta que suena a lluvia embotellada.


III. Timbiquí, 26 de febrero

De la escena que nos recibe a orillas del Río Timbiquí podría surgir un género de pintura. En una diáfana playa del viridiano río, medio pueblo comienza el día lavando cuerpo, pantalón y loza. Hay mujeres. Hay niños. Hay pilas y pilas de ollas. Hay ropa lavada y por lavar. Hay jabón. Hay pompas. Hay burbujas. Y hay estilo. Hay mucho, mucho estilo. Una de las jóvenes ha colmado su styling cenital con un peine verde clavado en la melena y un Bon Bon Bum decorando su bollo. Nuestra lancha se arrima a esta fiesta por un ladito.

Nos sumamos a este cuadro de bañistas. Sentándonos sobre la arena, nos ponemos a hablar con una de las lavanderas. Jamás hubo un nombre tan apropiado: la doña se llama Ninfa. Al lado mío un niño de unos diez años se dedica a mejorar las trenzas de su hermanita que está sentada en su falda. Otros más se pelean mi cámara. El jabón Rey vuela de una mano a otra unos metros río arriba y otra vez río abajo según se le solicita. A veces vuela muy lejos, provocando una cascada de clavados en su busca.

Este pueblo es San Miguel. A él hemos acudido para volver a probar el quebrao de minchiá, un plato mítico que ya ha vuelto algo famosas a las fabulosas mujeres que lo preparan, estrellas del primer episodio del webseries “Señoras y Señoras” que han visto ya medio millón de personas. No en vano una de ellas se llama Doris Joris Díaz, ya casi tan conocida como Doris Day, por lo menos en Colombia.

El sabor de esta exquisita cazuela lo dan el camarón de minchiá, el coco y las hierbas de azotea como el poleo, el pronto alivio y la chiyangua, también conocido como el cilantro cimarrón. El color lo da el achiote. Todo se cocina al aire libre sobre leña en un risco sobre el Río Timbiquí.

Mientras esperamos a que se ralle el coco y espese el quebrao, nos dan agua de coco a tomar y una chirimoya a probar. He degustado la chirimoya en tres continentes y siempre me ha gustado, pero a esta dan ganas de componerle sonetos o hacerle un templo. 

Por no mencionar el pepepán, que es algo así cómo el engendro del romance entre la castaña y el chontaduro. Nos la preparan en una espesa crema dulce a manera de postre, blanca como la leche, densa como el mazapán.

Para completar el trío del banquete, nos ponen arroz de yuyo, el nombre local de la ortiga. Sabe a espinaca, pero la espinaca de un planeta cuyo sol es más furioso y tierra más dispuesta. Al parecer esta intensidad corresponde a su contenido nutricional, alta en proteína, calcio y hierro. La ortiga es notoria como fábrica natural de moléculas extraordinarias. En el Putumayo me la han aplicado como remedio tópico (“la acupuntura de la selva”) pero nunca la había comido. Hoy descubro que su valor como ingrediente tiene una larga tradición que se remonta a la edad de piedra en varios continentes.

Todo esto nos lo sirven en una estupenda vajilla de mates—elementos fabricados a partir del totumo—. Ya lo hemos dicho: sobra el estilo.

Después de comer, Doña Juana nos lleva a conocer su azotea, su huerto. Junto a las hierbas, Juana cultiva frutales: chontaduro, guanábano, chirimoya, limón, pepepán, coco manila.

De la azotea pasamos a su cocina cuya pared está tapizada con ollas de aluminio. Más de treinta. De la cocina exterior pasamos a su casa, un espacio amplio con unas tres habitaciones además del baño y la sala.

Sentadas frente al espejo del estar, Juana me cuenta cómo el padre de sus 11 hijos le partió una noche la frente con su machete y luego le laceró el resto del cuerpo porque no le gustaba que se fuera del pueblo sin él. Él sigue viviendo en el pueblo; jamás hubo justicia, pero por lo menos Juana lo dejó. Hoy a sus 67 años, Juana es la mujer más elegante del pueblo con su traje color papaya viche con encaje, su collar de chaquiras de concha y su sombrero de palma de tetero. En la muñeca lleva una hilera de perlas de fantasía y un reloj digital a prueba de agua. “A prueba de todo,” me dice.

Hierbas de la azotea de Doña Juana, Mama Grande de San Miguel (Río Timbiquí):
espumosa
poleo
querendona
yerbabuena
congona - ojo y espanto
yanten - hígado
limoncillo
sauco - hígado, vaso
escobilla
albahaca
iscancé menudito - ojo y espanto
iscancé grande - ojo y espanto
almarante - ojo y espanto
artamisa - pasmo
flor amarilla - ojo, tres fregas y tres tomas
espiritu santo
hiervechivo - mal aire
calambombo - cuando uno alumbra
acedera
ojo de mano - cuando uno alumbra

Hacia las cuatro de la tarde debemos emprender el regreso hacia Santa Bárbara, cabecera municipal de Timbiquí, porque los residentes de San Miguel deben asistir a un velorio.

 

IV. Timbiquí, 27 de febrero

Otro velorio aquí en Timbiquí; hemos escuchado la música desde que llegamos. Velorio anoche cuando nos retiramos a las nueve después de un viche curado en el restaurante de la esquina. Velorio toda la noche. Velorio esta madrugada cuando salimos a coger la lancha hacia Cuerval. Hay tanta vida aquí que aún la muerte rebosa vida.

En Cuerval debemos tomar muestras del agua del manglar del que la asociación local saca piangua. Es la manera de verificar que las conchas que estarán a la venta están libres de contaminación.

El manglar es uno de los ecosistemas más importantes—importante para la biodiversidad, porque en sus micromundos un sinfín de especies dejan su freza y encuentran alimento; importante para frenar el cambio climático, porque una hectárea de manglar puede secuestrar tanto carbono como una hectárea de selva; e importante para la costa, porque su matriz de vida vegetal sirve como un colchón, evitando la erosión desmedida y regulando el impacto de la marea.

El pueblo de Cuerval es un pueblo de pescadores que está establecido sobre el manglar. Su playa es un mundo de lodo: cuando se retira el mar deja atrás un reguero de conchas, lodo, basura, botas viejas, redes desechadas, lodo, lodo, lodo. Lodo hasta las rodillas. Las casas se elevan dos o tres metros sobre zancos para evitar formar parte del océano. Más allá de la playa, el bagazo de coco está esparcido como gravilla por todo el pueblo (no se puede hablar de calles en Cuerval).

Antes de adentrarnos por las muestras, nos reunimos con la asociación de piangueras en el colegio, un aula con techo de lata que está en desuso desde que comenzó la pandemia. Hay dos docenas de sillas verdes y amarillas, dispuestas sin filas ni orientación alguna, como una eflorescencia orgánica.

A Cuerval ha llegado Mucho para intentar revertir una oscura historia de extracción por explotación. “No es lo mismo un comprador que viene de paso que uno que se viene a quedar,” dice Washington, líder de la asociación de pescadores. Washington es un hombre de cuerpo fuerte y voz grave, padre de cuatro hijas. Hoy viste una camiseta de polo amarilla y una gorra Nike. Junto a él, en una estantería, hay una televisión de 24 pulgadas sobre una blonda.

Avistado desde la casa de Washington, bajo un cielo tapado, el manglar parece solo una nube negra. De cerca es un nudo de tallos que se estiran hacia el corazón del planeta.

El manglar de Cuerval tiene el alto de un edificio de varios pisos. Los troncos de los mangles mayores son gruesos como el tronco de un hombre acostumbrado a jalar redes. Sus raíces externas se cogen del fango como garras, como una Medusa boca abajo comiéndose la faz de la tierra. Algunos están tan atiborrados de bromelias que estas parecen una plaga. El manglar es una cornucopia de epifitos, de vida sobre vida, muerte sobre muerte.

Las ocho personas que salimos a tomar muestras de agua hacemos tambalear la nave peligrosamente, una y otra vez. Estamos llenos de lodo. Me llego a preguntar si las cámaras sobrevivirán a esta misión. Pero sin más percance que unas botas llenas de légamo, logramos volver a Cuerval, donde nos sirven otra vez un estupendo platado de piangua con arroz de coco.


V. Timbiquí, 28 de febrero

Viento sobre luna.
Luna sobre lluvia.
Lluvia sobre mangle.
Mangle sobre agua.
El regreso a Bogotá comienza bajo una luna llena en una lancha rápida sobre los esteros que llevan de Timbiquí a Guapi. Las siluetas de las palmeras se dibujan contra un cielo que empieza a recibir los primeros rayos de una aurora azul. Jamás se ha visto tanto coco como vemos en las parcelas que pasamos en este trayecto. Estamos en el reino del coco; estamos abandonando el reino del coco para regresar al reino del concreto.

El chontaduro está escaso; no hemos podido conseguir la harina de chontaduro que nos encargó Juliana, la inquieta directora de Mucho. En Guapi no nos han podido conseguir tampoco los tamales de piangua que venimos buscando toda la semana. Pero sí nos llevamos un saco lleno de harina de papachina. La harina irá a parar a la cocina de investigación y desarrollo de Mucho, donde se verá qué provecho se le puede sacar para deleitar los paladares.

Mientras tanto, seguiremos comiendo piangua. Piangua, coco y quebrao de minchiá.



 

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