El último mohicano

El último mohicano

Desde el centro de Bogotá, un restaurante ha clavado las banderas de una revolución gastronómica radical, pero no desde el comercio justo o el rescate de saberes tradicionales refundidos, sino desde los platos más populares de la cocina nacional.


POR: JUAN PABLO CASTIBLANCO RICAURTE
FOTO: CAMILA ACOSTA


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-Arturo, ¿qué opina del término “corrientazo”?


“Que es lo más despectivo e hijueputa que los ricos han podido usar. Es un término muy peyorativo para hablar de la gente que no tiene el recurso económico suficiente para comer mejor. Primero: mire la condición económica de las personas, qué clase de educación nos dieron, cómo nos instruyeron. La gente no come “corrientazo” porque quiera sino porque no tiene para más”.


Comer.


Si hay algo que el ser humano tiene que hacer en esta vida es morirse y comer. Respecto al cómo y al qué comer se abre un universo de opciones que para muchos pasa por la acción automática de llenarse la barriga, para otros representa un ritual hedonista mientras que para otros tantos significa una batalla política para cambiar el mundo. En este último bando está Arturo Rojas, el que habla líneas más arriba, para quien la comida orgánica, la dieta sin gluten o los alimentos “sostenibles” son una mentira. Arturo milita de otra manera. Armando su trinchera desde un restaurante a la carta con platos populistas.


Arturo es el dueño de la cadena de restaurantes Sabrosito..., que con tres locales activos en menos de diez cuadras a la redonda del centro de Bogotá, ya se ha fundido con el salpicón kitsch bogotano. Bautizado así, “al azar, simple sin ser elemental”, como dice él, es el Nuevo Testamento de su vida; una segunda etapa que llegó luego de años de haber recorrido el país capacitando profesores con con el Ministerio de Educación, organizando seminarios de literatura sobre la figura del dictador en Latinoamérica y trabajando en el empoderamiento de pequeñas comunidades de la Colombia profunda. Sabrosito… es otra bandera más para que, desde la mesa y la cocina, su revolución continúe.


Nuestra conversación sucedió en la sede principal del restaurante, sobre la 7 con calle 23: un espacio sencillo que, como el propio Arturo y su aversión al WhatsApp, se resiste a pretender ser algo que no es. No más de veinte platos componen un menú que repasa los clásicos del almuerzo ejecutivo en Colombia: desde bandeja paisa y churrasco hasta paella y cazuela de mariscos, pasando por pechuga en salsa de champiñones y la estrella de la casa: la chuleta valluna.


Sabrosito… se resiste al tiempo. De sus 43 empleados, la más nueva lleva nueve en nómina y la más vieja es Delia, la jefe de cocina (y jefe del sabor de todas las sedes), quien ha celebrado todos los 32 años del restaurante. Los muebles y el jardín de la sede de la 85 con 16, más al norte (local que hoy pertenece a su cuñada) se mantienen como Arturo los diseñó en los 90, mientras que el aviso, el logo y el diseño del menú son una deliciosa reminiscencia de estética ochentera. Un conservador a su manera.


Mientras hablábamos sobre alimentación, marxismo, carbohidratos y conspiraciones políticas, la comida llega servida en platos blancos de plástico de dimensiones intimidantes.


-“Siga, siga, vaya comiendo. ¡Y ríase del precio! ¿Cuánto cree que vale?”, me pregunta.


-“¿25?”


-“¡16 con sopa y bebida!”



A algunos campos, como a la cocina y la alimentación, no se les suele reconocer como un problema político...

Todo es político. Una de las mentiras más grandes que nos meten es lo de la comida orgánica. ¿Usted sabe cuáles son las dos compañías más grandes de comida chatarra del mundo?


¿McDonald’s y...?

Nestle y Kellogg’s. Antes nos vendían la idea de comer cereales al desayuno cuando esa vaina lo vuelve a uno diabético. Pero a la gente le interesa la imagen en vez de decir “voy a ser solidario y sumarme a quienes hagan una campaña por la buena alimentación”. ¿Cómo insertamos un nuevo chip que cambie eso? ¿Cuánto se ahorraría cada gobierno no atendiendo casos graves de salud relacionados con mala alimentación como diabetes, enfermedades coronarias u obesidad?


¿De dónde vienen sus preocupaciones sobre la alimentación?

Primero por acción política. Quizá la utopía de mi generación era otra, no tener un iPhone, un carro o un apartamento, sino cambiar el mundo... ¡pero cambiarlo de verdad!, no con discursos. Pero nos quedamos ahí. También soy licenciado en Historia de la Universidad del Rosario y capacité profesores en toda la nación. Conozco este país al derecho y al revés, me relacioné con comunidades y aprendí que la vida es muy difícil en esta sociedad. He hecho trabajo de campo y labor social durante 40 años en pueblitos a los que la violencia ha golpeado, y vi cómo la gente, sin ninguna atención estatal, basada en lo empírico, hizo cooperativas de tejedores, de mieleros, de queseros, de yogures... ¿Y sabe quién detuvo eso? Los monopolios del Estado que cobijaban a los grandes terratenientes, que luego fueron la semilla del paramilitarismo que cortó de raíz esos fenómenos económicos que les daban la independencia a muchas comunidades, tildándolas de guerrilleras o comunistas.


¿Y por qué terminó abriendo un restaurante?

Por un accidente que tuve. Caí de un cuarto piso, pero como tenía que caer para no matarme. Se me reventó todo, la nariz quedó colgando, la cara me cambió, fue un proceso largo. Cuando usted está en una cama en una situación grave descubre que poquitos son los amigos que tuvo o tiene en la vida. Queda un desencanto contra todo. Pero nunca perdí mi sueño y me curé. Lloraba y decía “No me vuelvo a emplear”, a pesar de ganar un salario bueno. Un buen día con muletas me paré en la 24 con 7 y vi el edificio de Colpatria. Ahí empezó la idea mía, echándole números. Yo iba a vender empanadas donde fuera.


¿Eso cuándo fue?

El accidente, en 1985. En 1986 fundé el restaurante. Empecé en la 24 con 7 donde ahora está Kokoriko y luego me trasladé a este local. En 1989 abrí el de la 27 con 7; en 1993 el de la calle 18 con 7, que bajó a la 17 con 8; y continué con el de la calle 85. Tenía uno más en la 77 con 14 que abrí en 1998 pero ya no se llamaba Sabrosito... sino Apetito y se lo regalé a un administrador. El primer negocio en Bogotá al que le hicieron fila fue el mío. El de la 85 se lo vendí a una cuñada porque uno descubre que, si abarca mucho, se llena de problemas y tiene que volverse otra persona.  

 

¿Cuántos almuerzos vende?

En la época en la que esto está a todo vapor, 300 a 350 almuerzos diarios. Ahorita se están vendiendo unos 170. Lo que más se vende es la paella y la chuleta, porque está bien hecha, bien presentada y muy barata. También la bandeja paisa, el bistec, la cazuela y el churrasco. El churrasco antes lo daba con papa a la francesa y un patacón con hogao, pero hice un cambio que vale lo mismo o quizá más, pero le metí verdurita así se emputaran los clientes. Tendrán que comérsela. Por ahí hubo gente que se emberracó, por hacerles el bien, por decirles que comieran verdura.


 

¿Sabía cocinar cuando comenzó?

No, yo hacía unos huevos tibios espectaculares y helados de Coca Cola. Monté el restaurante y fue un éxito porque me ubiqué en la mitad del rango entre la comida popular para el oficinista y el mensajero, y la comida que estaba en el Yanuba o el Eduardo. Yo fui el primero que hizo que el oficinista de un salario mínimo y medio pudiera, al menos una vez cada quince días, comerse un plato a la carta. Ese fue mi hit.


¿Y ya sabe cocinar o todavía no?

Yo tenía idea. Es que cocinar es fácil. Mi jefe de cocina lleva conmigo 32 años. Ella no estudió nada y cocina mucho mejor que gente que ha pisado escuelas de gastronomía. Usted me pregunta si yo sabía cocinar. Claro, uno de pequeñito pegado de la mamá aprende a hacer un arroz, a sudar unas papas o una carne. Yo me acuerdo de eso, pero para eso se necesita es corazón, no conocimiento. Si usted sigue una receta al pie de la letra, la hace. Pero le falta el toque de amor que sale de aquí (se señala el corazón).


¿Por qué los colombianos comemos este tipo de comida?

Si a mí me preguntan cuál es el plato más malo para la digestión del ser humano, digo que es la bandeja paisa. Si hay un plato agresivo, nocivo y malo, es ese. Pero la gente la consume porque se llena. ¿Y qué es lo que quiere la gente pobre? ¡Pues llenarse! El frijol y la proteína animal no van. Un plato equilibrado debe tener 100 a 120 gramos de proteína animal, más ensalada y un poquito de carbohidratos. Para eso no hay que buscar las nutricionistas de las revistas que echan pura carreta. Usted ya sabe que la mejor hora para digerir los carbohidratos es la mañana por la composición de las moléculas de azúcar que tienen, y entonces los jugos gástricos alcanzan a rotar.  


Usted sabe todo eso, pero a la hora de armar la carta y poner los platos le toca hacerle caso a lo que quiere la gente.

Siempre he dicho que la ensalada es fundamental y siempre la he metido en los platos. Que la gente no se la coma es diferente. La ensalada de la chuleta trae frijol verde que es una buena fuente de fibra, pero a la gente no le gusta. Y entre menos aderezos tenga, mejor. Pero desde chiquitos nos hicieron adictos a la sal y el azúcar. Por eso la obesidad, las enfermedades del corazón. Póngale usted diez paquetes de papas y un pote de helado a un peladito y se los come.

                        

¿Cree que en la sociedad colombiana hay mucho esnobismo alrededor de la comida?

¡Uf! Sobre todo en Bogotá porque es la amalgama de las ciudades, el arribismo campante que ha caracterizado a Colombia.

Usted que conoce tan bien el país, ¿cree que hay una relación entre sus platos y la identidad nacional? ¿Qué dicen estos platos de nosotros?

Una vez Juan Gossaín entrevistó a Jaime Batemán cuando estaba en el M-19 y le preguntó qué era la revolución en Colombia, y él le respondió: "¡Un sancocho! La carne que traen de la costa o el llano, la arracacha tolimense...". La comida tradicional, como era antes de un fogón industrial, sí dice mucho de la gente. Un día le dije a Delia, la jefe de cocina, que intentáramos sacar una paella. Vinieron dos personas a enseñarnos: un profesor de la CUN y un cocinero de la cevichería La Mar en Usaquén que no sirvieron pa' un culo. Nos tocó a nosotros mismos experimentar. No sabíamos hacer arroz parbolizado porque eran diferentes los tiempos y las técnicas. Durante dos días anotábamos cuántas libras con cuánta agua usábamos y si quedaba sopudo o en el punto, hasta que aprendimos. También dedujimos cómo cocinar y saltear los camarones y los anillos de calamar. Yo miro a Delia y me imagino lo capaz que es la gente de donde es ella, de Yacopí, zona roja durante mucho tiempo, pero vea cómo cocina, con amor e intuición. Eso no está en los libros.


¿Alguna vez se ha planteado usar otro tipo de ingredientes más “orgánicos”?

¿Qué es orgánico? Vámonos a un cultivo de lechuga orgánica en Chía, que lo tienen en una huerta, pero por donde pasan carros que botan monóxido de carbono que se esparce por el aire y llega al cultivo. Pero, más que toda esta carreta, ¿cuántas personas pueden comer orgánico? La comida es general, universal y democrática. ¿Cuántos van a tener el dinero para comer de eso orgánico? ¿O vamos a seguir teniendo guetos excluyentes? Yo buscaría más bien una política inclusiva de alimentos para todo el mundo, y que se dieran la pela estos desgraciados y le bajaran al precio de la comida porque aquí es muy cara.  


¿Por qué no vende postres?

Porque le hacen daño a las personas. Muy rico y todo, pero no. También podría meter comidas rápidas y eso deja dinero, pero tampoco. Yo pienso que este restaurante con 32 años es como el último mohicano. Ahora la gente come cualquier cosa, donde caiga, y yo me he resistido. Créanme que lo hago más pensado en que la humanidad tiene que irse por un lado distinto al de McDonald's, las hamburguesas... pero yo sigo soñando que este barco se puede arreglar. Pero es una utopía, una mentira que yo me invento.  



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